André sabía que era moreno, de estatura media y ojos oscuros. Estudiaba periodismo porque anhelaba convertirse en un locutor reputado, vivir en un ático con vistas y encontrar a alguien especial a quien deleitar con su arroz con verduras.
André conocía algunos episodios de su infancia: la euforia por su primer sobresaliente; el tropezón en el patio del colegio que acarreó seis puntos e innumerables mofas; y el campamento de verano, plagado de bichos y personajes terciarios.
André se había llamado Flavio y, antes, Zacarías, y no descartaba que en cualquier momento volviera a llamarse Flavio o Zacarías, o que se le asignara un nuevo nombre.
También Gael, su compañero de piso, había sido rebautizado. De él sabía poco: era músico, adicto a los cereales y al licor café y nunca salía de su habitación antes de las once.
André llevaba varios meses bloqueado en el nudo de su historia. Quería pasar página, alcanzar el clímax y avanzar hasta el desenlace. Sin embargo, no estaba en sus manos… Así que aguardaba, en el segundo párrafo de la página 12, entre el margen izquierdo y un verbo transitivo, que el autor acabara de una vez por todas lo que había empez