Odio pensar tanto. Odio que
mi cabeza sea capaz de analizar tantos factores, tantas
consecuencias a partir de un acto mínimo o de un mensaje tal vez
erróneo captado por mis tarados receptores. Odio ser incapaz de
evitar seguir la trayectoria del efecto dominó que aparece ante mis
ojos como en un holograma que recorre la cadena de sucesos y se
ramifica hasta volverse infinito. Odio la exageración, la
preocupación, la minuciosidad de la máquina de pensar de mi cabeza.
Odio que no pare. Que piense y luego repiense y luego encuentre otro
algo sobre lo que pensar y repensar. Odio las soluciones que no hacen
felices a todas las partes. Pero ésas son las más comunes
soluciones.
Odio pensar tanto y sé que
si me ofrecieran una máquina de pensar más rezagada, no la querría.
Es como lo que me pasa con mi nariz. No me gusta mi nariz pero no la
cambiaría por ninguna otra nariz. Es mi nariz. Me he acostumbrado a
ella. Y me he acostumbrado a mi máquina de pensar. No sería yo si
no fuera echando humo por las orejas. Sería una persona más sana,
más tranquila y más zen... No sería yo.