Hubo
un tiempo en que los humanos se comunicaban con gruñidos,
onomatopeyas y haciendo aspavientos. Un día empezaron a poner nombre
a las cosas. Al principio había poco que decir, poco a lo que
referirse. Fuego, cazar, bisonte, piedra, caverna, montaña... Pero
ése sólo fue el comienzo. A medida que se han descubierto o
inventado cosas, se les ha puesto un nombre. Imaginemos la figura del
PONEDOR DE NOMBRES al que acudirían los inventores y los
descubridores. Él estaría siempre sentado en un escritorio de madera maciza, rascándose la poblada barba y atendiendo a las visitas:
-
Alguien: Eh, he visto un animal que hace miau.
(breve pausa)
-
Ponedor de nombres: Lo
llamaremos GATO.
Ahora
todo tiene nombre y si se pone uno nuevo simplemente se juntan
conceptos, como parachoques, rompecabezas, abrelatas, salvapantallas,
camafeo... Por cierto, que alguien me explique qué relación tienen una cama y
un tipo feo, con una piedra tallada. A veces se reasigna una palabra
que ya estaba pillada. A esto lo llaman polisemia, pero yo lo llamo
falta de creatividad. Como cuando inventaron una herramienta
hidráulica para levantar peso y el ponedor de nombres dijo de nuevo Lo llamaremos GATO. ¿Acaso la herramienta hidráulica
hace miau?
Hay
palabras que dejan de usarse. Ya
nadie dice galimatías, fiambrera, melindre, botarate, bicoca,
picaflor, cáspita, cachivache, bisoñé. Y hay palabras que
parecen querer decir justo lo contrario de lo que significan, como
pelón, que en todas partes significa 'que no tiene pelo'
menos en Ecuador. Sólo allí son coherentes.
Pero
al final, teniendo un nombre para cada cosa, ya sea repetido,
compuesto u original, hay muchas situaciones en que olvidamos las
palabras o la pereza o el enfado nos llevan a comportarnos como
aquellos primeros hombres, señalando, gruñendo, diciendo:
-
¿Me pasas esto que hace quiticri?
-
Jum. Seh.